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El Secreto de la Selva: La Leyenda de los Sisimites - El DoQmentalista

  • Foto del escritor: El DoQmentalista
    El DoQmentalista
  • 9 jul 2023
  • 7 Min. de lectura



Permítanme compartirles un relato estremecedor que, sin duda alguna, merece ser contado. Mi padre siempre mostró un ferviente entusiasmo por la cacería y la búsqueda de tesoros ocultos. Por ello, solía emprender frecuentes expediciones con sus amigos hacia remotas localidades, adentrándose en los vestigios de antiguas haciendas en pos de riquezas olvidadas.


Fue así como, en el transcurso de sus peripecias, entabló amistad con un hombre oriundo de Xpujil, en Campeche, a quien conoció en Mérida. Este singular compañero compartió con mi padre sus conocimientos sobre la región en la que vivía, una zona rica en cacería y rodeada por la densa selva. Además, reveló la existencia de enigmáticos sitios arqueológicos, aún vírgenes a la presencia humana, que yacían ocultos entre la espesura.



A mi padre le fascinó la idea, pues ese entorno combinaba a la perfección sus pasiones: la selva, la cacería y la aventura de descubrir tesoros ocultos. En la primera oportunidad, durante un puente vacacional, mi hermano mayor, mi padre y yo nos encaminamos hacia Xpujil, Campeche. En aquel entonces, yo tenía 13 años y cursaba la secundaria, mientras mi hermano contaba con 15 años. La travesía tuvo lugar en 1981.


Al arribar a Xpujil, Mateo, el amigo de mi padre, nos dio la bienvenida y nos hospedó en su hogar. Aquella jornada había sido extenuante, pues el viaje desde Mérida hasta Xpujil resultó ser muy largo, y llegamos ya entrada la noche. Mientras mi padre y Mateo degustaban un café, conversaron sobre los planes para el día siguiente. La idea era partir muy temprano hacia Xkan, en Campeche, casi en la frontera con Guatemala. Desde allí, nos adentraríamos aún más en la selva, aproximándonos a territorio guatemalteco, donde no solo abundaban tapires, faisanes cojolitos y majestuosos ciervos, sino que también se escondían en la espesura algunos sitios arqueológicos aún inexplorados.



A la mañana siguiente, puntualmente a las cinco, dejamos Xpujil y alrededor de las ocho ya nos encontrábamos en Xkan. Hicimos una parada en una tienda local para abastecernos de agua y refrescos. Mientras mi hermano y mi padre revisaban la camioneta para asegurarse de que todo estuviera en orden, yo me quedé en el interior de la tienda con Mateo y el tendero. En un momento, el tendero preguntó a Don Mateo:


¿Hacia dónde se dirigen?

A lo que Mateo respondió:


Vamos a tomar la brecha rumbo a Guatemala.

Yo estaba sentado en unos sacos de maíz dentro de la tienda, disfrutando de un soldado de chocolate, pero no pude evitar escuchar la conversación. El tendero le advirtió a Mateo:



Mi consejo sería que no vayan. Un grupo de cazadores que llegó de México en un safari nunca regresó por aquí. Algunos dicen que tomaron otro rumbo, pero yo no lo creo, las brechas son muy estrechas como para desviarse por otro lado. Además, tres cazadores de Escárcega que vinieron en dos motocicletas tampoco regresaron, al menos por aquí. Hasta donde yo sé, no hay ningún camino que salga por otro lado; somos el último poblado.

Mateo me miró para ver si había escuchado la advertencia. Decidí hacerme el desentendido.


Nos subimos a la camioneta y decidí no decirle nada a mi padre, pues ansiaba vivir esa aventura en la selva y temía que pudiera cancelar el viaje si se enteraba. Nos adentramos por un estrecho sendero en la espesura de la selva. La camioneta de mi padre era una Jeep Wagoneer 4x4 con llantas todo terreno y dos de repuesto. Llevábamos tres escopetas automáticas calibre 12, un revólver .38 especial y abundante munición.


Después de adentrarnos por el sinuoso camino, aproximadamente a las dos de la tarde, llegamos a un claro y un espacio limpio donde solían acampar los cazadores. No sé cuántos kilómetros habíamos avanzado, pero ya llevábamos unas seis o siete horas en la selva. A pesar de ser temprano en la tarde, la luz era tenue. En ese momento, mi hermano, que estaba en la parrilla de la camioneta, señaló:



Oye, papá, parece que hay un carro metido ahí adentro del monte.

Todos miramos hacia donde señalaba y, efectivamente, al fondo se veía un vehículo Safari Volkswagen oculto entre las ramas. De inmediato recordé lo que había mencionado el tendero sobre los cazadores desaparecidos. Mateo me miró y, aunque no dije nada, noté su preocupación. Lo único que mi padre comentó fue que quizás pertenecía a cazadores que habían llegado antes que nosotros.


Mi padre preguntó a Mateo qué distancia nos separaba de las primeras ruinas. Mateo respondió que aproximadamente tres kilómetros, pero que el trayecto sería difícil debido a que la vegetación había invadido el camino, a pesar de contar con la camioneta todo terreno. Durante el recorrido, me llamó la atención el profundo silencio que reinaba en el lugar. La selva no era tan alta en ese tramo, pero sentía una extraña sensación, como si algo o alguien nos estuviera vigilando. No podía dejar de pensar en las palabras del tendero acerca de los cazadores que nunca regresaron.


Ya en el sitio arqueológico, descendimos todos de la camioneta y mi padre comentó:


—Este lugar es perfecto para acampar.


El amigo de mi padre, Mateo, advirtió que casi nadie acampaba allí debido a fenómenos extraños, como lanzamiento de piedras y ruidos misteriosos. Mi padre, sin embargo, desestimó esos comentarios:


—Son tonterías. Lo que ocurre es que en las ruinas siempre hay aluxes o dueños del monte. Con no hacerles caso es suficiente.


Mi padre dio la vuelta a la camioneta, apuntándola hacia la brecha por donde habíamos llegado. Comenzamos a descargar el equipo y montamos dos tiendas de campaña. Eran casi las cinco de la tarde y el sol comenzaba a ocultarse.


Instalamos una tienda grande entre las ruinas y la parte trasera de la camioneta, mientras que Mateo se acomodó en una tienda pequeña a un lado.



Mi padre estaba entusiasmado, y mientras preparaba café en su estufa portátil de gas, comentó:


—Mañana será un gran día.


Aproveché el momento en que conversaban para contarle a mi hermano lo que había escuchado en la tienda. Me regañó por no haberle dicho nada a mi padre. Alrededor de las ocho de la noche, nos acostamos a dormir.


Habían pasado apenas unos veinte minutos cuando, de repente, escuchamos los gritos desesperados de Mateo.


—¡Don Laurencio! ¡Don Laurencio! ¡Auxilio! ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!


Mi padre tomó la escopeta y antes de salir, nos ordenó quedarnos dentro de la tienda. Acto seguido, escuchamos varios disparos, gritos, gruñidos y más disparos.


Parecía que alguien se estaba llevando a Mateo, pues los gritos y los disparos de mi padre se alejaban cada vez más. De hecho, recargó la escopeta en dos ocasiones. Mi hermano y yo tomamos las lámparas grandes de nuestro padre, y cuando mi hermano iluminó el área, descubrimos algo aterrador: en medio de la oscuridad, incontables ojos brillantes nos observaban desde todas direcciones, a un costado de las ruinas mayas y en el monte.


Al iluminar hacia donde estaba mi padre, vimos a seres similares a los hombres, pero cubiertos de pelo, que arrastraban a Mateo de los pies y lo golpeaban con palos.


Mientras él gritaba, noté que uno de esos seres se acercaba sigilosamente a mi padre. Mi hermano y yo sabíamos disparar, así que él no dudó en hacerlo, y al parecer acertó, porque la criatura cayó al borde del monte. En ese momento, una lluvia de piedras comenzó a caernos. Mi padre retrocedió, sin dejar de disparar. Yo iluminé en todas direcciones y vi múltiples ojos por doquier. Disparé varias veces, y los gruñidos intensos y el lanzamiento de piedras y palos no cesaban.


Una de esas piedras impactó mi pecho, y otra golpeó la frente de mi hermano, dejándole una herida. Mi padre gritó:


—¡Ya se llevaron a Mateo! ¡Rápido, métanse en la camioneta!


Una vez dentro, mi padre anunció:


—¡Vamos por ayuda al pueblo!


Con las escopetas preparadas y las municiones recogidas de la tienda de campaña, subimos a la camioneta y nos pusimos en marcha.


Durante un tiempo, escuchamos el sonido de palos y piedras golpeando la camioneta mientras avanzábamos. Al llegar al claro, seguimos de largo, y al pasar, los ataques cesaron y continuamos nuestro camino.


Mi hermano le contó a mi padre lo que había escuchado en la tienda. Mi padre simplemente movió la cabeza, lamentando:


—Deberías habérmelo dicho.


Aproximadamente a las cuatro de la mañana, regresamos al poblado de Xkan. Fuimos directamente a la tienda y despertamos al tendero, quien resultó ser el Comisario. Mi padre le contó todo lo sucedido y le insistió en que debían rescatar a Mateo, pues esas criaturas lo tenían cautivo. El Comisario preguntó:


—¿Lograron matar a algunas de esas cosas?


Mi padre respondió:


—Sí, a varios.


El Comisario nos explicó que muchas personas del poblado estaban aterrorizadas y que otras ya se habían marchado, debido a que en la zona habitaban numerosos Cicimites, una especie de seres similares a monos gigantes, con cuerpos cubiertos de pelo y que vivían en la selva. Lamentablemente, nos advirtió que nadie estaría dispuesto a ayudarnos.


En ese instante, varias personas del pueblo, atraídas por el ruido, se acercaron mientras conversábamos con el tendero. Lo llamaron aparte y comenzaron a hablar en voz baja, como en secreto. Aunque no entendí absolutamente nada, ya que hablaban en maya, mi padre nos ordenó:


—Súbanse a la camioneta.


Mi padre se acercó al vehículo con nosotros, guardó la pistola en la cintura y tomó la escopeta en sus manos. El grupo de personas, unas diez en total, comenzó a acercarse con machetes en las manos. Mi padre les advirtió que retrocedieran, pero al no detenerse, abrió fuego con la escopeta. Varios cayeron, mientras otros seguían avanzando.



Cuando se le acabaron los cartuchos de la escopeta, tomó la pistola y disparó a quienes se acercaban. Casi los mató a todos.


Nos subimos rápidamente a la camioneta y salimos a toda prisa del poblado. Al escapar, mi padre nos confesó que, como sabía hablar maya, había entendido que si habíamos matado a alguno de los seres de la selva, debían entregarnos a los dueños del monte para apaciguarlos; de lo contrario, tomarían venganza con la gente del poblado.


Avanzamos sin detenernos en Xpujil y continuamos hasta Mérida. En el camino, mi padre nos advirtió que había matado a muchas personas y que no sería prudente comentar nada con nadie, pues podría terminar en la cárcel.


Esta es una historia que nunca había compartido con nadie, pero mi padre ya no está con nosotros, así que no hay problema en revelarla ahora.


Agradecimientos especiales a Didier Medina.



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